No todo es cuantificable cuando llega la hora de medir la productividad de quienes trabajan para la compañía; la actitud también es importante
Imaginemos una pareja sentada frente a un lago, abrazados cariñosamente, una noche cálida de luna llena. Permanecen en silencio, escuchando los grillos y el agitar suave de las hojas de los árboles. Luego de varios minutos, ella le pregunta a él: «¿Me querés?» Sin dudarlo, responde: «Sí, mucho». Ella enmudece, pensando, y vuelve a preguntar: «¿Cuánto es mucho?» Él duda un poco esta vez, pero mira hacia el cielo y encuentra la solución: «Hasta la luna». «¿Nada más?», se queja ella. Él retira su brazo de los hombros de su novia y la mira con expresión de disgusto «¿Te parece poco? ¡Son más de 380.000 km!» «Sí -refuta ella-, ¡pero si fuera hasta el sol serían más de 150.000 millones de kilómetros!»
El final del diálogo y del romance es previsible. También la conclusión: no se puede pasar todo a números. Éste es el tema que aborda con acierto Luis Jiménez en una nota publicada en La Vanguardia, de Cataluña, bajo el título de «La obsesión de medirlo todo». Señala cuánto influyeron en las prácticas del management los instrumentos de medición que se incluían rigurosamente, por ejemplo, en los sistemas de Calidad Total.
Al correr de los tiempos se fue descubriendo que los números secos no eran lo que parecían. Más aún: podían ser perjudiciales, ya que se los colocaban como prioridades absolutas, dejando de lado otros factores, o falsear resultados, o dar lugar a conclusiones distintas, como las de nuestra parejita de enamorados.
En esta misma línea se adscribe Lynne Frances Baxter (senior lecturer en la Universidad de York), quien asegura que «el atractivo de las métricas reside en que parece que dan control a los directivos y a los mánagers, cuando la realidad es que no pueden certificar por sí mismas todos esos aspectos del cumplimiento de los objetivos, y que dejan bastante margen para interpretaciones equívocas y juegos de cifras. El problema es que las métricas deberían ser un instrumento más al servicio de la empresa y no el centro de la misma».
Si la única mirada válida fuera la del «bottom line» (línea de abajo) que resume resultados, podrían quedar afuera una multiplicidad de factores que están integrados al proceso, incluyendo las estafas de las que ya ha habido experiencias internacionales escandalosas. Un ejemplo es la exigencia de cubrir cuotas de ventas. Llegar al número deseado es lo primero, sin hurgar en el «cómo».
En nuestro siglo, donde los procesos que producen riqueza son cada vez más difíciles de medir, el culto a los números es cada vez más inoperante y mucho más aún si atendemos las aspiraciones de pertenencia y satisfacción de los nuevos ingresantes al mundo laboral. Dicho en otras palabras, el aporte a la empresa es directamente proporcional al deseo y voluntad de pertenecer a ella. Son cuestiones imposibles de medir y que se resuelven dentro de un sistema de relaciones laborales, poco o nada cuantificable. Sólo se acercan a visualizar estos temas las encuestas de satisfacción, que pueden marcan desvíos o aciertos, una especie de rumbo que no admite precisiones milimétricas.
Nuestra parejita enamorada del principio es un ejemplo necesario. Aunque parezca una perspectiva romántica y naíf, la adhesión o no a los objetivos de la empresa está muy vinculada a un acto de amor, para lo cual no hay recetas ni termómetros confiables. La seducción o continuidad del enamoramiento de los empleados es una tarea cotidiana, que siempre aparecen de algún modo en los seminarios de management, aunque escondidos tras una cortina de números para justificarse.
Lectura sugerida por Presidencia del CA – Muchas gracias María Belén Gomez por aportarla.