Lejos de ser un juego de palabras, se trata de una enumeración breve del colosal desafío que tenemos por delante.
Nuestra generación tuvo la suerte de llegar a este planeta a finales de la década del ´50 del siglo pasado. Eso supone que alcanzamos a ver una buena parte del mundo natural tal y cómo lo habitaron nuestros abuelos; y en buena medida, poder disfrutar y convivir con la riqueza de biodiversidad que sus padres (nuestros bisabuelos) les legaron a ellos.
Ellos vivían con dignidad, utilizando menos del 60% de lo que la Madre Tierra les proveía en cada ciclo anual. A partir de allí, las cosas fueron cambiando para peor, y hoy nos encontramos con que las generaciones que habitamos actualmente el planeta, agotamos el día 9 de agosto todo aquello que la “Pachamama” es capaz de dar y soportar para cubrir un ciclo calendario completo. Vivimos con 1,6 mundos por año. Nadie sabe como lo hacemos, pero todos sabemos algo a respecto, aunque no lo digamos: “no fue magia”… le diremos a nuestros nietos por venir.
Necesitamos: a) acceder a información actualizada sobre cómo estamos en la “morada” en términos éticos, sociales, ambientales y económicos; b) sensibilizarnos profundamente y dejar de mirar para otro lado; c) asumirnos como únicos e irreemplazables protagonistas de un cambio en la forma de vivir, relacionarnos, producir y consumir; d) contagiar a muchos con el ideal de la sostenibilidad como pauta y como marco para la felicidad y el cumplimiento efectivo de los derechos humanos para todos.
Podemos intentar nuevas metodologías de abordaje, incluso usar nuevos instrumentos tecnológicos; pero hay algo que no podremos dejar de hacer: educarnos para vivir con sentido social.
Recibimos un mundo en un estado de cuidado que no supimos conservar; y por esa razón tan simple como irrebatible, tenemos un deber colectivo irrenunciable: educarnos hoy, mañana y siempre para la responsabilidad social.
De mismo modo, esa perspectiva global, hoy también nos llama a la reflexión como ciudadanos en esta sureña porción del mundo.
Muy pocos podrían dudar de que fue -entre otras variables relevantes- el proyecto de educación publica de calidad del siglo 19 el que colocó a nuestro país entre las primeras 10 naciones en las tres décadas iniciales del siglo 20. Muchos de nosotros somos fruto de esa educación a la que pudimos acceder, dignificándonos y proyectándonos en la vida.
Sin embargo, por efecto de una sucesión interminable –y por cierto aún no terminada- de errores, cínicas demagogias y aviesa mala fe, ese valioso y otrora envidiado pedestal de la calidad educativa de acceso popular se ha ido erosionando de manera variopinta a lo largo y ancho del país. En muchos pueblos pequeños del Interior, y gracias a la valentía de docentes y comunidades educativas, la escuela pública de calidad se mantiene firme y flamea orgullosa como un estandarte de la igualdad de oportunidades.
Pero en la gran mayoría de las ciudades y en los centros más densamente poblados, allí donde la desigualdad crece y se enseñorea, la educación pública quedó arrinconada como una modesta fábrica de engaños, que finge dar un aval para el futuro que se deshace en las manos de los niños y jóvenes. Quedó relegada a las clases sociales que no pueden pagar un alternativa privada. Dejó así de ser pública y se tornó tan solo estatal.
La salud y la cultura han seguido el mismo proceso de desamor y descuido. Las nuevas élites se forman fuera -muy lejos- de la matriz de la vieja educación publica, igualitaria y gratuita. Vamos creando -¿sin darnos cuenta?- una sociedad que pierde la bases esenciales para el diálogo efectivo que demanda la democracia. Vamos creando generaciones de ciudadanos que cada vez tienen menos en común; gobernantes y gobernados que se forman en atmósferas muy distintas, que respiran aires diferentes, que ya casi no tienen “padecimientos comunes” (compasiones compartidas), que no se rigen por los mismos valores y principios… que cada día “se des-conocen” más entre sí.
Vamos dejando que se abra un abismo, un peligroso abismo. Sabemos que esos procesos no son precisamente las bases para la paz y la convivencia; lo sabemos tanto como sabíamos para qué servía tener una nación unida por una educación pública, igualitaria y de calidad.
Responsabilidad social y educación no sólo se necesitan, sino que me pregunto cada vez más: ¿No serán extremos de una misma pieza?.
Lic. Luis Ulla – Director de I+D – IARSE.