Hacer donaciones o ayudar a alguien o a alguna causa, son acciones por las que muchas veces se busca un reconocimiento; colaborar con desconocidos puede provocar conflictos.
Larry está contento. Acaba de donar una importante suma de dinero a una fundación para preservar el medio ambiente, y un ala de la construcción lleva su nombre. Siente que cumplió con la sociedad, se siente altruista. De pronto, algo llama su atención. El ala opuesta, que debería llevar el nombre de otro donante, reza simplemente «anónimo». La mujer de Larry observa maravillada el muro y él le pregunta si sabe de quién se trata. Ella contesta que todos saben que es Ted, un amigo rico de la pareja que no quiso darse a conocer. Larry enfurece. Resulta que todos conocen a «anónimo» y Larry queda ante todos como un vulgar oportunista. A la hora de los reconocimientos, la presidenta de la fundación nombra a Larry formalmente, pero se emociona cuando, mirando fijo a Ted, agradece la donación de «anónimo».
Esta escena pertenece a un capítulo de la serie Curb your enthusiasm (Modera tu entusiasmo) que protagoniza Larry David, el creador de Seinfeld. La situación es hilarante porque todos entendemos que tras el acto altruista de Larry está el deseo de ser reconocido, objetivo que la actitud del «anónimo» Ted termina minimizando por completo. ¿Fue entonces un acto altruista el de Larry? ¿Y el de Ted? Más en general, ¿podemos ser «puramente» altruistas sin buscar obtener nada a cambio?
Es interesante ver qué ocurre en la vida real. Zell Kravinsky es, si se quiere, el opuesto de Larry. Zell es un multimillonario, o más precisamente un ex-multimillonario, porque donó casi toda su fortuna de US$ 45 millones a la caridad. Pero Kravinsky no se detuvo allí. Consideró que su dinero no era suficiente y decidió donar además uno de sus riñones a un extraño. Su utilitarismo extremo se resume en su frase de cabecera: «Nadie debería tener una casa de vacaciones hasta que todos tengan un lugar donde vivir, y nadie debería tener dos riñones hasta que todos tengan uno sano». Kravinsky no está loco: antes de decidirse a entregar su riñón leyó estudios científicos que mostraban que el riesgo de morir tras la operación era de 1 en 4000, por lo que no donarlo significaría aceptar que su vida valía 4000 veces más que la de un extraño. Asumió que esto era muy poco probable… y al cuchillo.
Kravinsky debe ser admirado por millones de personas que agradecen su desprendimiento, pero también hay quienes están decididamente enojados con él. Actos como éstos generan una inmensa culpa al resto de los mortales, porque nos enrostra nuestro irremediable egoísmo. Pero los más disgustados con el filántropo son sus familiares, que asumían que eran para él más importantes que un desconocido. ¿Es un argumento racional? ¿Por qué valen más las vidas de nuestros seres queridos que la de quienes no conocemos? ¿Por qué somos más solidarios con los nuestros? En la práctica, casi nadie puede ser Zell Kravinsky. Además de que tenemos poco dinero, la mayoría privilegiamos a nuestra familia y esta posición moral se asume socialmente como natural.
Es posible que esta sensación provenga de la preservación de nuestros genes: nuestra familia comparte una porción de nuestro ADN, pero los niños pobres del África subsahariana no. Y los genes, que no saben de moral, la usan para sus fríos fines reproductivos: tienen mayor probabilidad de replicarse aquellos genes que estimulan sentimientos hacia los parientes, porque son los únicos que albergan un porcentaje de copias genéticas idénticas a las nuestras. Tal vez ésta sea la respuesta al dilema de Adam Smith, que en un pasaje de su Teoría de los Sentimientos Morales se preguntaba por qué nos preocupa más perder un dedo que la muerte de miles de personas en un continente lejano.
Aun cuando evolutivamente nos favorezca ayudar a nuestros seres queridos, a veces las apariencias engañan y terminamos beneficiando a quienes no comparten nuestros genes. Somos fácilmente manipulables por la cultura y la sociedad, que nos induce a considerar «hermanos» a quienes en realidad no llevan nuestra sangre bajo la piel. Ésta es la táctica que utilizan algunos líderes para cohesionar grupos y lograr la solidaridad entre sus integrantes. El club de fútbol, el barrio, la patria o el género son construcciones a las que a veces se apela para pedirnos un sacrificio por el prójimo.
Además del nepotismo, otra forma de altruismo es la reciprocidad. La intención de Larry de capturar el reconocimiento social era demasiado evidente, pero en cierta medida todos lo hacemos. El «gracias» o el «por favor», por ejemplo, son fórmulas baratísimas para garantizarnos un buen trato del prójimo, y alguna que otra probabilidad de obtener un beneficio más concreto en el futuro. Por supuesto, en esta versión del altruismo también hay engaños, y sobre todo autoengaños. La mayoría de la gente cree estar haciéndole un enorme favor a la sociedad con su esfuerzo personal o con su trabajo, pero tiende a minimizar la importancia del esfuerzo ajeno. Todos nos sentimos acreedores sociales, casi ninguno deudor.
¿Debería la sociedad ser más altruista? Peter Singer, un filósofo que dedicó su vida a entender el altruismo, toma la posta de Zell Kravinsky y aboga por una visión racional de la moralidad humana y por un «altruimo eficaz», que explica en una jugosa charla TED. Singer fundó The Life you can Save (La vida que puedes salvar), una organización dedicada a la caridad «inteligente». Un ejemplo de Singer para atraer donantes es brutal y convincente. Imaginemos una niña ahogándose en un lago por el cual paseamos. Nadie en su sano juicio dudaría en salvarla, aun cuando el costo sea echar a perder nuestra ropa. ¿Costo de mojar la ropa? Ése es justamente el punto: Singer nos explica que ese costo es asimilable al tiempo que nunca decimos tener para activar una donación, pese a que esta actitud podría contribuir a salvar algunos de los 19.000 niños que aún mueren todos los días por enfermedades relacionadas con la pobreza.
La economía tradicional tiene poco para decir sobre altruismo. El prototípico homo economicus será tan racional como Kravinsky para hacer cálculos, pero es mucho más egoísta. Un agente económico que hace bien sin mirar a quién es un irracional, y quien recibe el beneficio, un free rider. Los actos solidarios son considerados anomalías indignas de invididuos cuyo objetivo debería ser maximizar su utilidad personal.
La disciplina podría aportar mucho más. Pensemos que las estadísticas económicas pueden reforzar la noción de que la distancia no debe hacernos menos compasivos con el dolor ajeno: recordemos a la niña que se ahoga a pocos metros, y los niños que mueren en tierras lejanas por beber agua contaminada. La teoría, mientras tanto, puede contribuir a diseñar mecanismos que contribuyan a hacer más efectiva la tarea del Estado en la ayuda internacional, o estableciendo lazos de colaboración con grandes empresas privadas y con magnates.
Muchos estarán pensando que el altruismo no puede ser una solución. Confiar en la buena voluntad del sector privado es ingenuo, y resolver la pobreza exige la intervención de instituciones públicas, nacionales e internacionales. Pero suena necio recortar opciones porque sí. Mientras esperamos medidas más efectivas por parte del sector público, por qué no complementarlas con acciones que exploten inteligentemente ese lado altruista sesgado pero real que nos caracteriza como humanos. Quizás logremos convencer a Larry de que, anónimamente o no, siga haciendo donaciones que le devuelvan la sonrisa a muchos chicos.
Profesor e investigador en la UBA.