Algunas teorías afirman que querer ser feliz en el lugar donde se desarrollan las tareas está bien, pero al mismo tiempo el estar obligado a sentirse bien puede traer problemas.
Otra vez, la felicidad. Es como un virus que está recorriendo el mundo. Aparece en todos lados, como el artículo publicado por el diario inglés The Guardian, en diciembre pasado. Su autor es André Spicer y el título El culto a la felicidad obligatoria está deteriorando nuestros trabajos. Enumera experiencias, algunas conocidas.
Google instaló toboganes en sus oficinas para deslizarse entre los pisos, Zappos invita a disfrazarse como sus animales favoritos. Otras empresas a ser ninjas. Metegoles, videojuegos, patinetas son elementos habituales en las oficinas En Inventionland se incluyen barcos piratas, una casa en el árbol y un zapato gigante. Expedia, una agencia de viajes, tiene su local instalado como si fuera un bar nocturno, con barra y taburetes. Spicer llama esta tendencia, «el síndrome del bienestar». En su artículo concluye: «Pero pese a todos los esfuerzos, el trabajo sigue siendo un asco» (sic).
Toda esta corriente surge de un supuesto que lleva muchas décadas de vigencia. Se basa en que un empleado feliz, termina siendo más productivo. El acento, como siempre, está puesto en la productividad, ajeno a la pretensión de bienestar. Dicho de un modo más crudo, lo verdaderamente importante es que produzca más, no que sea feliz.
Lo interesante es que diversos estudios posteriores demostraron que aquella causalidad -a mayor felicidad, mayor producción- no era tan cierta. En algunos casos, cobra sentido. Por ejemplo, en quienes tienen que atender al público, pero no sucede lo mismo con los que deben enfrentar una negociación o si su estado de felicidad impide detectar un engaño.
En otro estudio que el autor cita, realizado en una cadena de supermercados del Reino Unido, los empleados menos satisfechos eran los más productivos y rentables. Estos datos abren un debate muy interesante, donde sería ilegítimo tomar posiciones previas.
Otro ejemplo que se expone es lo que sucedió con Nokia, otrora líder en el mercado de teléfonos celulares. Desarrolló un sistema operativo, Symbian, que no funcionaba adecuadamente, pero los mandos medios temían informar los datos negativos porque no estaba bien visto el pesimismo. Todo bien, todo mejor siempre. Pum para arriba, pero Nokia terminó retirándose del mercado, abatido por Apple y Samsung.
Spicer llega a una deducción: «Querer ser feliz en el trabajo está muy bien, pero estar obligado a ser feliz en el trabajo puede traer problemas». Todo lo cual lleva a reflexionar sobre esta tendencia juguetona que lo único que provoca es una presión diferente sobre los trabajadores, pero presión al fin. Sería necesario hacer un estudio serio sobre las distintas variantes de la felicidad en el trabajo porque, de hecho, existen.
Hay muchos que pueden ser felices trabajando, porque les gusta lo que hacen. Y no son enfermos. No son «workaholics», como se los llama a veces, confundiendo los gustos con adicciones, siempre dañinas por definición.
Tras bambalinas, se esconde el problema real, siempre presente, de la coerción. «Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan», dice el poema de Nicolás Guillén. Entonces, nuevamente localizamos que el problema está instalado en el liderazgo, ejercido con flexibilidad, respeto e imaginación. De poco sirve un escenario circense o infantil, lo que revela una extraña regresión solo explicable por los expertos en psicología.
En los ámbitos laborales, la coerción existe de forma explícita o solapada, y los medios para facilitar el acceso a la felicidad solo puede surgir del propio trabajo o la adecuación de éste a las necesidades de cada persona. Menudo problema. No es fácil liderar.