«EL CUENTO DEL TIO» y «VENDER BUZONES». Ese es el nombre que recibe en algunos países (como Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia ) un tipo de estafa, en la que se aprovechan de la confianza y ambición de las personas por obtener grandes beneficios fácilmente, lo cual torna prácticamente imposible que la victima pueda denunciar al delincuente, ya que de alguna manera está consciente que la transacción no es del todo legal. El cuento del tío tiene muchas variantes, pero sin embargo, la esencia es la misma: aprovecharse de la inocencia y codicia de la víctima y una gran capacidad del estafador de actuar y contar una historia creíble.
Básicamente consiste en estafar a una persona haciéndole creer que está realizando un buen negocio al intercambiar su dinero por un objeto que presumiblemente tiene mayor valor, pero que en realidad es falso o carece del valor indicado. Por ejemplo cambiar dinero por un boleto de la lotería, gran cantidad de dinero en efectivo, un cheque, una herencia, un reloj, un paquete o un premio. El nombre viene de la historia que cuenta el estafador de que ha recibido una abundante herencia de un tío lejano. El estafador pide dinero a su víctima para poder hacer un viaje, con la promesa de que se lo devolverá en una cantidad varias veces superior al monto prestado. El estafador se va y nunca más aparece.
A principios de 1900 comenzaron a aparecer en la estación de Constitución innumerables paisanos recién llegados del campo. Estos personajes, asombrados ante los brillos de la gran ciudad, eran objeto de fraudes realizados por estafadores profesionales que los esperaban con los brazos abiertos para hacerles el «cuento del tío».
Uno de estos cuentos del tío más famosos, fue la venta de buzones. Básicamente la operación consistía en pararse el delincuente en una esquina que contase con un buzón y entablar conversación con uno de estos campechanos recién llegados a la gran ciudad. Mientras hablaban, los cómplices del que estaba parado al lado del buzón, llegaban con cartas para enviar y le abonaban importantes sumas de dinero. El campechano abría sorprendido los ojos, tras lo cual el delincuente le explicaba que era un trabajo que reportaba mucho dinero, pero que ya había acumulado una pequeña fortuna y anhelaba retirarse para vivir descansado. Mientras tanto, aparecían nuevas personas que para poder dejar las cartas, abonaban cifras astronómicas, y cada tanto aparecía alguien totalmente ajeno a la operación que no pagaba. A esto el delincuente lo arreglaba muy fácil, saludando a la persona y diciéndole al gil, mientras le guiñaba un ojo – a esta no le cobro, porque me paga con un servicio especial.
A esta altura del cuento del tio, es fácil imaginar que la codicia del campechano estaba por las nubes.
Según hay constancia en los registros policiales de la época, las cifras pagadas equivalían algunas veces a lo que se hubiese pagado por una propiedad grande en los mejores barrios de la ciudad porteña. Otras, simplemente terminaban con todos los ahorros que traian los incautos.
El final era predecible, con ciudadanos comunes tratando de depositar su correspondencia en el buzón y un “pajüerano del interior del país, tratando de cobrarles por el servicio”. A veces terminaban en feroces peleas callejeras hasta que llegaba la policía, y otras, llegando directamente la policía a detener al campechano por las denuncias recibidas.
Mientras los delincuentes celebraban el éxito de la operación y se preparaban para desplumar al siguiente gil, este último a veces con suerte conseguía volverse gratis en tren a su pago de origen, mediante la gestión del comisario ante las autoridades del ferrocarril.