
Los veinteañeros no tienen las vidas ni la independencia que lleva aparejado el empleo estable
“Toda tu vida”, dice Argyro Paraskeva, “te han dicho que eres un afortunado. El futuro te espera: es brillante y es tuyo. ¡Tienes un título! Tendrás un buen trabajo y una vida magnífica. Y luego, de repente, descubres que no es verdad”.
O no tan de repente. Paraskeva salió de la Universidad de Salónica hace cinco años con una licenciatura en biología molecular. Aparte de algunas clases particulares privadas, de escribir trabajos pagados (“No estoy orgullosa, pero un trabajo de 50 páginas vale 150 euros.”) y de un corto periodo desafortunado en un laboratorio médico, no ha trabajado desde entonces.
Mientras se toma un té frío en un soleado café en la segunda ciudad de Grecia, Paraskeva asegura que ha escrito “literalmente cientos de cartas”. Cada pocos meses, una nueva tanda: colegios, laboratorios, hospitales, clínicas, empresas. Las entrega en mano, en toda la región. Ha tenido tres entrevistas. “Iré a cualquier parte, de verdad, a cualquier parte”, afirma. “Ya no me puedo dar el lujo de creer que puedo elegir. Si alguien quiere una profesora, iré. Si quieren una secretaria, iré. Y si quieren una ayudante de laboratorio, iré”.
Y también lo haría una innumerable cantidad de otros jóvenes europeos. Según unos datos publicados el lunes, más de 5,5 millones de menores de 25 años están sin trabajo, y su número aumenta inexorablemente cada mes. Se les ha llamado la “generación perdida”, una legión de jóvenes, a menudo muy cualificados, que entran en un mercado laboral que ofrece muy pocas esperanzas de conseguir un trabajo, y ya no digamos un trabajo para el que se han formado.
La semana pasada, prometieron gastar 6.000 millones de euros en dos años para financiar la creación de empleo, la formación y el aprendizaje para jóvenes en un intento de hacer frente a un azote que ha alcanzado unas proporciones históricas. Esta semana, Angela Merkel va a convocar una cumbre sobre el empleo para abordar el problema. Sin embargo, las cifras siguen aumentando. En Grecia, el 59,2% de los menores de 25 años están desempleados. En España, el desempleo juvenil es del 56,5%; en Italia, ronda el 40%.
Algunos analistas señalan que la cifras exageran el problema: los jóvenes que se dedican a tiempo completo a la educación o a la formación (una gran proporción, es obvio) no se consideran “económicamente activos” y por eso en algunos países se contabilizan como desempleados. Eso, dicen, da lugar a una tasa de desempleo juvenil exagerada.
Pero otros indican que entre los “europeos económicamente inactivos” se incluyen actualmente millones de jóvenes (14 millones, según el presidente francés, François Hollande) que no están ni trabajando, ni estudiando, ni formándose, pero que, aunque técnicamente no son desempleados, no tienen, sin embargo, empleo, y prácticamente han dejado de buscar trabajo, al menos en su propio país. Unos millones más tienen contratos temporales y unos sueldos bajos. En muchos aspectos, la situación es alarmante.
En palabras de Enrico Giovannini, el ministro de Trabajo italiano, esto es un desastre aún más chocante porque está afectando a la generación mejor formada: en España, cerca del 40% de los veinteañeros y de los jóvenes que tienen poco más de 30 años tienen títulos; en Grecia son el 30%; en Italia, más del 20%.
La crisis es todavía más grave debido a sus repercusiones: son a menudo jóvenes sin pensiones, sin contribuciones a la seguridad social, con unos contactos cada vez menores y unas oportunidades limitadas para ser independientes. El alto desempleo juvenil no solo significa problemas sociales y productividad malgastada; significa que los índices de natalidad disminuyen y la tensión intergeneracional entre los padres y sus hijos treintañeros que siguen viviendo en casa. “Una destrucción generalizada”, asegura un catedrático de la Universidad de Bolonia, “de capital humano”.
En los tres primeros meses del año pasado, Paraskeva ganó 300 euros. Luego no ganó nada durante cuatro meses, luego 250 euros y después nada otra vez. Se gasta “30 euros por semana, como máximo, principalmente dinero de mis padres”. No tiene derecho a prestaciones por desempleo porque lo poco que ha trabajado lo ha hecho sobre todo en el mercado negro. Por eso, a sus 29 años, sigue viviendo en casa con sus padres. Su madre tiene artritis reumatoide, su padre está con diálisis, pero ambos, afortunadamente, siguen conservando sus trabajos de profesores. Y su seguro sanitario.
Paraskeva, al ser una buscadora de empleo registrada, consigue algunos descuentos y algunas entradas gratuitas en los festivales cinematográficos de Salónica. Asiste a clases para desempleados: arte, ficción de fantasía, francés. Ve a los amigos (aunque la mayoría de sus compañeros de clase se han ido al extranjero; pero ella también, el año que viene, podría realizar un doctorado con una ayuda en EE UU). Recoge las recetas de sus padres y lee mucho.
“Tienes que encontrar una rutina”, dice. “Necesitas una rutina. Y conocer a otras personas como tú, eso es realmente importante. Tienes que entender que no es culpa tuya, no has hecho nada malo, que todo el mundo está en el mismo barco”. Pero, sin embargo, algunas mañanas “te despiertas y te parece que… no tiene ningún sentido levantarte de la cama”.
Esporádicamente, esta insoportable frustración hace que el enfado se manifieste en las calles: los indignados españoles, las manifestaciones cercanas a las revueltas que se han producido en Atenas en los últimos meses y el gran movimiento de protesta portugués que obligó al Gobierno a dar un embarazoso giro radical el año pasado. Este mes, miles de personas se manifestaron en Roma para exigir que se tomaran medidas para solucionar un desempleo sin precedentes.
Pero entre medias, es probable que los jóvenes simplemente se enfrenten a sus problemas con una mezcla de tristeza y resignación.
Fuente: El País (http://economia.elpais.com/economia/2013/07/02/actualidad/1372785664_593490.html)




